Cine y carreras de caballos (I).
EL CINE Y LAS CARRERAS DE CABALLOS.
Recientemente He revisado dos películas –Seabiscuit, más allá de la leyenda
(Gary Roos, 2003) y Secretariat
(Randall Wallace, 2010)- que abordan las respectivas historias de dos caballos
de carreras convertidos en poderosos mitos del siglo XX entre los aficionados al
turf. Ambas son producciones hollywoodienses de impecable factura técnica, que
recrean hechos reales con notable fidelidad y cierta capacidad de emoción. Antes
de escribir sobre ellas, no obstante, me gustaría hacer un breve recorrido por
la visión que, a lo largo de su historia, ha ofrecido el cine sobre el mundo las
carreras de caballos.
ENTRE LA FICCIÓN Y LA REALIDAD.
Una primera impresión, haciendo rápido
inventario de títulos, indica que el turf no ha tenido excesiva fortuna en su
traslación a la pantalla; al menos no tanta como otros deportes. Pienso especialmente
en el boxeo, que no me gusta nada pero ha propiciado numerosas obras maestras,
desde Gentleman Jim (Raoul Walsh,
1942) a Million Dollar Baby (Clint
Eastwood, 2004); y en el automovilismo, que en cambio me apasiona y ha
originado títulos tan admirables como Grand
Prix (John Frankenheimer, 1966) o la más reciente Rush (Ron Howard, 2013).
Sangre de pista. Dirigida por John Ford en 1925. Imagen: www. Fripesci.com |
Saratoga (Jack Conway, 1937) es una de
las muchas comedias románticas que se hicieron en aquella época al servicio de
las estrellas de la Metro (Clark Gable y Jean Harlow). El célebre galán interpreta
aquí a un apostante empedernido, pero el turf es solo un telón de fondo. Las
escenas ambientadas en el hipódromo son, a pesar de todo, lo más estimulante de
una película recordada principalmente por el fallecimiento durante su rodaje de
La rubia platino de Hollywood, Jean Harlow, con tan solo 26 años.
Un día en las
carreras (Sam Wood,
1937) es un pequeño clásico a mayor gloria de los hermanos Marx. Vista hoy, la
circense carrera de Steeples que
cierra la película es menos divertida de lo que debió parecer en su momento,
aunque en lo esencial la secuencia no se diferencia demasiado de otras carreras
filmadas para el cine sin la misma intención paródica: acercándose a la meta, el caballo
protagonista supera a los demás a una velocidad de vértigo, mientras los
jinetes rivales tiran de las riendas de sus monturas sin ningún disimulo.
Aunque no la he vuelto a ver desde hace
muchos años, guardo un grato recuerdo de Fuego
de juventud (Clarence Brown, 1944), protagonizada por una jovencísima
Elizabeth Taylor, empeñada en correr el Grand National con Pie, un caballo que iba a ser sacrificado; y un entusiasta entrenador interpretado por Mickey Rooney.
Imágenes reales de la carrera de Aintree se combinaban con trasparencias más
que evidentes, pero había emoción y sentido del espectáculo. La fórmula
(adolescente que se rebela contra todos los infortunios para vencer con su
caballo en una gran carrera) ha sido muy imitada desde entonces, especialmente
en telefilms, y no siempre con imaginación.
A David Butler, director más bien discreto, debían apasionarle las carreras de caballos. En 1937 rodó Kentucky, la historia de dos familias
de rancheros enfrentadas al término de la
Guerra Civil, aderezada por un romance algo shakespeariano y el famoso
Derby convertido en símbolo de la catarsis. En 1949 filmó A rienda suelta, una primera versión de la historia de Seabiscuit, cuyas hazañas aún estaban
muy recientes en el acervo popular norteamericano. En 1956 cerró la trilogía
con Glory, para la que se utilizaron
imágenes reales de Derby de Kentucky celebrado el año anterior.
Si menciono Atraco Perfecto (1955) es principalmente por la calidad de la película,
dirigida por Stanley Kubrick con extraña sobriedad y concisión. La admirable
tensión del film alcanza su clímax en el asalto a la caja fuerte del hipódromo,
después de que un francotirador apostado en la curva haya disparado sobre Relámpago Rojo, favorito de la séptima
carrera y triste víctima colateral. Como bien sabemos, en el cine los atracos
perfectos no existen y el botín acaba volando al viento, acaso para certificar
lo cenizo que era Sterling Hayden, intérprete del líder de la banda, cuando se trataba de delinquir.
El actor ya había fracasado cinco años antes en el atraco, igualmente imperfecto,
de la hustoniana La jungla de Asfalto.
Allí al menos le quedaba el consuelo de una muerte serena, acompañado en su
adiós por los purasangres de la granja de Kentucky donde había crecido: el
símbolo de la pureza irrecuperable frente a la ciudad sórdida. No hay piedad en
el cine clásico norteamericano para quienes infringen la ley.
Existe, por cierto, una tradición algo oscura en Hollywood a mezclar el mundo del hampa con el de las carreras de caballos, pero el colmo de este hábito lo representan dos célebres películas de los años 70. En El Golpe (George Roy Hill, 1973), Paul Newman y Robert Redford idean una delirante red de apuestas sustentada sobre carreras que no existen para estafar a un viejo rival. Si aquí el ingenio es algo burlesco, en El padrino II (Francis Ford Coppola, 1974) alcanza cotas demenciales. Coppola, que inmediatamente después se embarcaría en una ambiciosa película dedicada exclusivamente al horror (Apocalypse Now, 1979), filmaba en la segunda parte de la saga de los Corleone la escena más espeluzante de toda su filmografía: un productor de Hollywood, que no se había portado bien con un protegido de la famiglia, recibía como castigo al despertar del sueño la cabeza de Khartoum, su purasangre más querido, envuelta en sangre entre sus sábanas.
Más poética y delicada -pero curiosamente también producida por Coppola- es El corcel negro (Carroll Ballard, 1979).
Un barco naufraga. Solo existen dos supervivientes: un niño y un caballo, ambos
perdidos en una isla deshabitada. El purasangre, al principio, recela. Es
arisco con los humanos, pues obviamente nunca lo han tratado bien. El niño, con
un maravilloso y pausado repertorio de gestos y movimientos, le enseña a
confiar en él. Cuando por fin son rescatados, caballo y jinete, ya convertidos
en uña y carne, serán capaces de afrontar los mayores desafíos -con la inestimable ayuda, por cierto, de Mickey Rooney, que recuperaba su papel de horse trainer 35 años después de Fuego de juventud-. La historia
puede parecer un moralista cuento de hadas, pero su sentido de la observación
es magnífico. La carrera final, con el joven jockey enfundado en un traje
medieval, desprecia todas las reglas de la verosimilitud… ¿Pero qué importa eso
cuándo hablamos de la magia del cine?
Igual de vibrante es la carrera definitiva
–esta sí, completamente real- de Aldaniti
y Bob Champion en Reto al destino
(John Irvin, 1984). Ambos ganaron el Grand National en 1981, pero antes
sufrieron un verdadero calvario. A Champion le detectaron un cáncer; Aldaniti
sufrió una lesión que parecía irreversible. Milagrosamente, ambos se
recuperaron. Irvin elude la tentación del drama lacrimógeno y sirve, con la
encomiable ayuda de sus actores, una película de emoción contenida, respetuosa
con la historia y los personajes. Para John Hurt, que interpretaba al
protagonista, Reto al destino “era –y sigue siendo- una celebración de la
vida”.
Carlos Guiñales.
Continuará...
Carlos Guiñales.
Genial tu entrada, y con muchas ganas de leer la segunda parte! :-)
ResponderEliminarsaludos!
MUY INTERESANTE!! Espero con grandes ganas la segunda parte. Yo si he visto "Fuego de juventud" por primera vez cuando era niña. Ahora la tengo en mi colección de DVD junto a "Seabiscuit", "Saratoga", "Secretariat", etc.. Intento dar con la de "El Corcel Negro". Yo tampoco he visto "Sangre de pista".
ResponderEliminarSe me olvidaba!! Te dejo un enlace de un blog sobre cine y caballos:
ResponderEliminarhttp://www.cineycaballos.blogspot.com.es/
Gracias, Haglita. Conocía el enlace. Es muy intersante, aunque resulta difícil encontrar la mayoría de las películas. Y gracias también, Laura. Pronto habrá segunda parte.
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