Cine y carreras de caballos. (III).
El cine y las carreras de caballos (III).
(Dedicado a la memoria de José Carlos Fernández R.)
La tercera entrega de esta serie está dedicada, como prometí, a tres películas que narran la historia real de tres caballos de carreras que fueron mucho más que simples campeones. Si algo tienen en común Seabiscuit, Secretariat y Ruffian es -sobre todo en el caso de los dos primeros- que alcanzaron una popularidad que trascendió al mundo del turf y ha perdurado desde entonces.
Seabiscuit se convirtió, en la América que renacía de las cenizas de la Gran Depresión, en ese ídolo nacional cuyas hazañas ayudaron a levantar la moral de millones de personas. Secretariat, vencedor de la Triple Corona en los años 70, es considerado, al menos entre los norteamericanos, el Caballo del Siglo (y lo escribo con mayúsculas), pero también representa la encarnación de un sueño: el de su propietaria, Penny Tweedy, una advenediza al mundo de las carreras que desafió a casi todos para fabricar la obra perfecta. Aunque participa de ese mismo sueño, la historia de Ruffian, la potra que jamás conoció la derrota, esconde su amargo reverso: de origen humilde, asciende en la jerarquía del turf hasta la cima, pero cuando está a punto de posarse sobre ella cae en una trampa del destino. Épica y tragedia confluyen con demasiada frecuencia en la vida de los caballos de carreras, convertidos -como algunos héroes de la mitalogía griega- en ídolos que desconocen su propia dimensión, en marionetas de unos dioses (humanos) que parecen jugar con ellos al albur.
EL CABALLO DEL PUEBLO.
Seabiscuit, más allá de la leyenda (Gary Ross, 2003) es una historia de vidas paralelas, de personas que, de una manera u otra, han fracasado en la vida y encuentran en un caballo de carreras un nuevo horizonte hacia el que dirigir su mirada. Un constructor de automóviles que ha perdido a su hijo (Jeff Bridges), un joven boxeador acostumbrado a la derrota (Tobey McGuire) y un vaquero errante y solitario, consciente de su anacronismo (Chris Cooper), descubren esa nueva esperanza, la posibilidad de una segunda oportunidad: el New Deal roosveltiano encarnado en la figura de un caballo de carreras que les hará recuperar parte de la ilusión perdida. Cuando Bridges convierte las naves donde guarda sus fastuosos coches en establos para caballos, sabemos que su vida ya no será la misma; cuando la mirada de Cooper se cruza por primera vez con la de Seabiscuit, comprendemos que ha decidido seguir luchando por aquello en lo que cree: "No se tira una vida por la borda solo porque esté un poco magullada", le confiesa a Bridges en una conversación junto el fuego. Se refiere a un caballo herido, sí, pero habla sobre todo de ellos mismos.
Seabiscuit comparte la misma naturaleza. Es un potro de carácter arisco, empleado en su cuadra como sparring; siempre le han enseñado a perder. La película sigue su ascensión peldaño a peldaño, victoria tras victoria, al tiempo que el pueblo norteamericano se vuelve consciente del significado de cada triunfo. El ritmo pasimonioso de la primera parte adquiere vigor a partir del segundo tercio. Hay una simultaneidad entre la crónica de cada carrera y la crónica de esa América provinciana que emerge de la Depresión. Ficción y documento histórico galopan al unísoso. Los ciudadanos deciden que Seabiscuit es su nuevo héroe, pero la radio y la prensa tienen mucho que ver con su elección.
Imagen de la película Seabiscuit, más allá de la leyenda (2004). |
Antes citaba la épica, el mito, la leyenda. Por si había dudas, el título español de la película (basada en el libro de Laura Hillenbrand, Seabiscuit, an american legend) incide en ello. El duelo entre Seabiscuit y War Admiral, celebrado el 1 de noviembre de 1938 en el hipódromo de Pimlico, fue real, pero -igual que ha sucedido con otros grandes duelos deportivos celebrados a lo largo de la historia- ha terminado alcanzando una dimensión más propia de la leyenda que de los hechos. Cuando los dos mejores contendientes se enfrentan en un duelo semejante, ambos tienden a representar valores antagónicos (Anquetil-Poulidor, Muhammed Alí-Joe Frazier, Evert-Navratilova, Senna-Prost) que dividen al público entre uno y otro: la neutralidad nunca es posible en tales batallas. En el caso de Seabiscuit y War Admiral, la historia invoca al mito de David y Goliat: el humilde caballo del Oeste frente al poderoso equino del mecenas de Este. El sombrero de ala ancha frente al bombín. La pobreza frente a la riqueza. De manera indisimulada, el hipódromo se convierte en el escenario de la lucha de clases. De ahí la insólita trascendencia de aquel histórico duelo al galope.
Como reconstrucción de una época, la película es espléndida. Solo las secuencias de las carreras -salvo el citado enfrentamiento con War Admiral, rodado con fidelidad, pues aún se conservan las imágenes reales que se filmaron el día de la carrera- adolecen de cierta falta de verosimilitud. Cámaras situadas en todos los ángulos posibles, con infinidad de travellings, planos cenitales y un montaje sincopado no hacen más que aturdir al espectador. Pero eso es algo habitual en el cine de Hollywood. Si toca escena de acción, importa bien poco que se trate de un tiroteo, una persecución o una carrera de caballos: siempre reina la confusión. Es en los momentos de distensión cuando Seabiscuit crece en altura, como en esa escena -patética y, sin embargo, entrañable- que muestra el reencuentro entre el caballo y su jockey: ambos están convalecientes, con la misma extremidad escayolada, pero de sus miradas se deduce que volverán a galopar juntos para vencer de nuevo a la adversidad. Seabiscuit, más allá de la leyenda es, por encima de todo, una película de rebosante optimismo. Radiante y pletórica.
EL CABALLO DEL SIGLO.
Secretariat (Randall Wallace, 2010) cuenta la historia de uno de los más grandes caballos de carreras de todos los tiempos. En 1973 conquistó la Triple Corona, estableciendo nuevos records en las tres carreras: el Derby de Kentucky, el Preakness y el Belmont Stakes (que venció por una distancia ¡de 31 cuerpos! sobre el segundo clasificado). En una lista elaborada por el canal deportivo de televisión ESPN ocupa el puesto 35 entre los mejores deportistas norteamericanos del siglo XX, por delante de Pete Sampras, Rocky Marziano y Bob Beamon (no hace falta decir que es el primer no humano de la lista). Hasta ahí los datos, sin duda deslumbrantes.
Porque la película -decía- cuenta su historia, pero cuenta todavía más la historia de su propietaria, Penny Tweedy (Diane Ladd), un personaje extraordinario en un mundo tan profesionalizado como el turf norteamericano. La primera secuencia es muy explícita, quizás demasiado: presenta a Penny en su casa de Denver, preparando la cena para su marido y sus tres hijos, siguiendo el ritual clásico de la esposa y madre ejemplar. Por si algún espectador no se ha enterado, el marido lo aclara: "Yo soy profesor; y tú, ama de casa". Cuando esa noche suena el teléfono para anunciarle la muerte de su madre, adivinamos que su destino va a cambiar.
La película describe esencialmente cómo esa mujer, de apariencia frágil, pasa a dirigir con mano de hierro una pequeña cuadra. Cuando decide hacerse cargo de los caballos de la familia, toma decisiones sin pestañear: deja atrás a su familia, despide al entrenador de toda la vida y estudia a conciencia los libros genealógicos hasta el punto de que es ella quién decide cruzar a su yegua Somethingroyal con Bold Ruler, hasta entonces padre solo de grandes velocistas. Intuición más determinación: ambas parecen ser las armas de la protagonista. El recuerdo perenne de su padre -el verdadero amante de los caballos antes de perder la memoria- parece guiar desde la sombra cada paso que da la protagonista. Contrata a un entrenador estrafalario y con mal genio, pero que sabe muy bien lo que hace (John Malkovich) y a un jockey enérgico y algo marrullero (Otto Thorwarth) para conseguir sus propósitos. Sacrifica su matrimonio -y también la relación con sus hijos- solo por los caballos. Exactamente solo por un caballo: Secretariat.
La auténtica Penny Tweedy con Secretariat Imagen: prweb.com |
El marco histórico no es tan importante como en Seabiscuit, pero la película recrea con cierto gusto la América de principios de los 70, con referencias a la Guerra del Vietnam y a la crisis económica. Además contiene detalles muy hermosos, como el instante en que Secretariat, recién salido del útero materno, se pone en pie por primera vez, gesto que sorprende, por su agilidad, a ese sabio entrenador que creía haberlo visto todo en el mundo de los caballos. Pero es en las escenas de acción donde la película pierde crédito. Cuando Secretariat salta a la pista, nos ponemos en modo videojuego. En plena carrera, los jockeys se pelean entre sí, pero cuando llegan a la recta final tiran de las riendas y jamás usan el látigo (imagino que para no herir sensibilidades en una película Disney tolerada para menores). Secretariat pasa siempre de último a primero como por arte de magia. La carrera mejor filmada de la película es el Preakness: Wallace sitúa la cámara en el salón donde la familia de Penny se ha reunido para verla por televisión y la victoria del caballo parece anunciar la reconciliación, aunque sea desde la distancia. Hay más emoción en esa escena que en el Belmont, la última pata de la Triple Corona, la gran apoteosis, una exhibición jamás vista en una carrera de caballos. Las imágenes, sin embargo, no alcanzan la altura de la atónita y alborozada narración del speaker de la prueba.
En el fondo, Secretariat no es exactamente la biografía de un caballo, por muy Caballo del Siglo que sea; sino una traslación algo forzada del Sueño Americano (en su versión ama de casa de los años 70) al mundo del turf.
EL DESAFÍO.
Ruffian (Yves Simoneau, 2007) es una película hecha para la televisión por el canal ESPN, pero he decidido incluirla en esta serie por su extraordinaria calidad y por la memorable historia de narra.
La acción se inicia en Camden (Carlolina del Sur), un día el otoño de 1973. El entrenador Frank Whiteley (Sam Sheperd) se levanta de la cama antes de la aparición de los primeros rayos de sol. Ya en las cuadras, él mismo se ocupa de preparar el pienso de los animales y de revisar personalmente cada caballo: a un mozo le indica, por ejemplo, que uno de ellos tiene un problema bucal; otro le recuerda que los nuevos yearlings están a punto de llegar procedentes de la yeguada. Sin ningún énfasis, la película nos describe el trabajo rutinario de un día cualquiera en una cuadra de caballos de carreras. El aroma de autenticidad que recorre esos primeros planos nos acompañará hasta el final.
Ruffian es la crónica de la vida de un caballo de carreras desde que llega al hipódromo hasta el final de sus días, pero es también un maravilloso documento sobre el mundo del turf. Los personajes parecen vivir solo para las carreras. Nada sabemos de sus vidas privadas. Para Whitely no parece existir mejor compañía que los caballos: de su pequeño apartamento a la cuadra; de la cuadra al hipódromo; por si fuera poco, duerme junto a ellos antes de una gran carrera. De carácter solitario y taciturno, es más pesimista que el entrenador Chris Cooper de Seabiscuit, pero también es más cínico. Cuando la potrilla Ruffian llega a la cuadra y un mozo le recuerda su noble origen, se limita a decir: "El hermano de Man O'War acabó arrastrando un carro de leche. Nunca se sabe hasta que corren".
Si Whitely representa la figura del profesional dedicado a hacer su trabajo lo mejor que sabe, el periodista Bill Nack (Frank Whaley) es el otro gran personaje de la película. Autor de un libro sobre Seabiscuit, no duda en definir a Ruffian como una obra digna de Da Vinci. Más idealista que Whitely, suya es la voz en off que narra la historia en primera persona con sugestiva fascinación. Al tiempo que su relato fluye, las imágenes se recrean en los pequeños detalles. Sorprende la emoción que generan acciones tan simples como colocar un montura o revisar las patas y manos del caballo antes de competir por primera vez. Lo cotidiano se muestra como algo extraordinario. Aunque a veces el montaje abusa del ralentí, hay silencios, gestos y miradas que expresan muy bien los sentimientos de los personajes, la trascendencia de cada movimiento.
Carrera tras carrera, asistimos a la creación de una campeona. Con dos años, Ruffian avasalla a todas su rivales (las carreras, por cierto, están muy bien rodadas, a pesar del evidente bajo presupuesto de la película), coronándose como mejor potra de dos años de todo el país. Con tres años, continúa con éxito su periplo por las pistas y derrota a todas las de su género. Hasta que surge el desafío. Bill Nack promueve una gran carrera en la que participen los ganadores del Derby, el Preakness, el Belmont y la ganadora del Oaks (por supuesto, Ruffian, que lo hizo por 13 cuerpos, con record incluído). Tan solo el mejor de los machos, Foolish Pleasure (ganador en Kentucky y segundo en las otras dos patas de la Triple Corona) acepta el reto. La carrera adquiere en América la misma dimensión que una final de la Superbowl. Para disgusto de Nack, verdadero amante de los caballos, la prensa sensacionalista promociona el duelo como una traslación de la guerra de sexos al mundo del turf.
Ruffian llega al desafío, que se disputa en Belmont Park sobre 2.000 metros, con un inmaculado historial de diez victorias sobre diez salidas a la pista. Jacinto Vasquez, habitual jockey de ambos, decide subirse sobre la hembra. Los cajones se abren y tanto Ruffian con Foolish Pleasure tratan de situarse en cabeza, tal como era habitual en ellos. En la recta final Ruffian parece dominar, el público vibra -solo Whitely permanece quieto en la tribuna, casi sin pestañear, sin despegar sus labios- y, precisamente en ese instante, ¡Catacrac! La mano derecha de Ruffian se dobla, cruje, su jinete desmonta; toda la tribuna emite un grito sordo, una pequeña mueca en el rostro de Whitely resume todo el dolor, toda la brutalidad de la escena.
Sin embargo, del mismo modo que Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004), con la que comparte muchas cosas, no concluye en el ring con el último combate de la campeona Mo Cuishle; la historia de Ruffian no acaba en el hipódromo de Belmont, aunque prefiero ahorrar ciertos detalles, recordar algunos planos finales (el regreso de Whitely a la rutina diaria, de nuevo en Camden; imperturbable, sí, pero escondiendo en algún lugar toda su amargura) y citar las palabras de Nack que cierran -de nuevo en off- la narración: "Dejó un recuerdo mucho más profundo, una visión incomparable de estilo y belleza, de poesía en movimiento escrita sobre sus cascos que todavía hoy resuena con la misma claridad que entonces".
Carlos Guiñales.
Me ha gustado mucho la historia de Ruffian, no la había visto. Y también la II parte, me acuerdo de la película española "Económicamente débiles". Tengo la película y la novela de "Seabiscuit", también la otra de "Secretariat". Te felicito por las tres entradas!!!
ResponderEliminarTe agradezco mucho el comentario, Haglita. Yo tampoco conocía "Ruffian" hasta hace poco. Ha sido un verdadero descubrimiento. Su triste final, como sabes, no es ninguna excepción en los caballos de carreras.
ResponderEliminarMe han encantado las 3 entradas!!!. Seabiscuit y Secretariat son MIS películas. "Ruffian" no la he visto, pero por lo que escribes, me da cierto miedito... no quiero pegarme llorando 3 horas después de terminar de verla!!! ejejeje. Cuando se trata de caballos, si no te sabes la historia real del caballo, lo mejor es fichar por la factoría disney, que sabes de antemano que adornarán y suavizarán.
ResponderEliminarCoincido contigo en que en el cine las escenas sobre las carreras a veces son super exageradas, del tipo estar último, y enseguida lo ves primero como por arte de magia! jejeje.
No le das mucha importancia al Belmont de Secretariat, yo creo que Disney fue bastante "fiel". Si ves la carrera de verdad y la de la película, hay escenas que casi parecen la misma, por ejemplo una imagen de los dos caballos principales de fondo, y la bandera americana en primer plano.
Un saludo! y ya te contaré si me animo a ver Ruffian! :-)
Muchas gracias, Laura. Recordaba muy bien que Secretariat había ganado el Belmont por esa distancia e imagino que eso resta parte de la emoción.
ResponderEliminarNo quiero animarte a ver "Ruffian" porque sospecho que lo pasarías mal... pero la película es muy buena.