Claudio Carudel

RECORDANDO A CARUDEL.

Fue en el otoño de 1983, si no recuerdo mal, cuando las carreras de caballos se colaron, por primera vez y con rigurosa puntualidad dominical, en el salón de mi casa a través de la televisión. Aunque antes había visto, también gracias a la pantalla catódica, un par de Grand Nationals, seguía sin saber nada de turf –y menos aún de apuestas- pero aquellas imágenes de caballos galopando a toda velocidad me atraparon enseguida y pronto aprendí la primera lección de todas: Carudel montaba casi siempre al caballo ganador. Además de eso, la chaquetilla amarilla y aspas rojas que solía vestir se distinguía muy bien en la tele en color recién estrenada. Los caballos hicieron el resto: Richal, Leyla, Cancún, Falla, Travesura, Bala, Namanti, Teresa, Casualidad y muchos otros cimentaron mi afición. Puedo decir, sin exagerar, que primero me hice seguidor de Carudel y después empecé a entender algo de caballos (dificilísima tarea en la que todavía sigo inmerso, sin demasiado éxito).

Imagen: A Galopar


Claudio se bajó definitivamente del caballo solo cuatro años después de aquel descubrimiento. Su despedida en Madrid tuvo lugar una gélida mañana de finales de otoño. No se trataba de ningún gran premio sino de una carrera menor. Su caballo, Señor Uvas, era superior al resto y estuvo a la altura de la responsabilidad que se le había otorgado. Claudio le guio con maestría: el rubio enfiló la recta de tribunas por última vez en su vida y comenzó a arrear con determinación hasta la misma línea de meta, a pesar de que su ventaja sobre el resto era abismal cuando los caballos pasaron a la altura de la tribuna norte, donde yo me encontraba. Última carrera y última victoria. No había demasiada gente en el hipódromo aquel día ni recuerdo que hubiese cámaras de televisión, pero jamás he presenciado en La Zarzuela un aplauso tan largo y sincero como el que le recibió a su regreso a balanzas. Fui consciente del significado –deportivo y, sobre todo, ético- que había tenido Carudel para nuestras carreras y sentí no haber podido disfrutar durante más tiempo de su sentido del paso, de su dominio del caballo, de su personalidad dentro y fuera de la pista.

El jockey se retiró, pero el ídolo permaneció. Como estudiante de Periodismo, recuerdo que mi primera práctica audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Información consistió en improvisar un monólogo ante una cámara de televisión. Tenía que describir con precisión a un personaje en un par minutos y elegí a Claudio, al que creía conocer muy bien sin tan siquiera conocerle personalmente. Terminado mi balbuceante relato, el profesor se acercó y me dijo en voz baja: “Yo también iba al hipódromo y siempre apostaba por Carudel. Después elevó el tono: “Mira, chaval, no creo que puedas dedicarte a la televisión. No has movido las manos para nada, aunque veo que tienes físico de jockey…”.

Aparte de exclamar, no debí hacerle mucho caso porque un año después de aquello comencé a trabajar en una televisión local y aproveché para hacer un reportaje en el hipódromo de La Zarzuela. Carudel se había convertido en preparador, pero la cuadra Rosales había desaparecido y la situación del hipódromo ya era crítica, casi tanto como ahora. Fue el día que se corrió el Derby que ganó Madrileño. Claudio tenía el gesto serio cuando me acerqué a él en el paddock y le hice algunas preguntas (más como el admirador incondicional que había sido que como el periodista que comenzaba a ser).




Durante casi una década apenas volví a saber nada de él, pero cuando se anunció la reapertura del hipódromo de La Zarzuela volvimos a encontrarnos. Yo trabajaba en Telemadrid y cualquier excusa me parecía buena para hacer un reportaje sobre el turf; y Claudio, amable y cercano, siempre parecía estar disponible para nosotros. En diferentes entrevistas hablamos de la nueva y flamante pista de fibra, de los jóvenes jockeys que saldrían de la después tristemente desaparecida escuela de aprendices o del inicio de una nueva y esperanzadora temporada. Ya con el micrófono cerrado, él solía hablarme de sus tiempos de jockey, de esa “espinita clavada” en Francia con Teresa, a la que solo pudo conducir al quinto puesto en el Vermeille, y de José Luis Martínez, el jockey español que más le gustaba. Hay una frase que siempre le recuerdo: "El buen jockey es el que cumple las órdenes. El jockey excepcional es el que las incumple y, sin embargo, acierta".

Debí verle por última vez un año antes de su muerte, durante una de las bulliciosas noches veraniegas del hipódromo. Claudio caminaba silencioso y distraído entre una multitud que probablemente lo ignoraba todo sobre aquel hombre menudo. Nos saludamos brevemente. Parecía sentirse cómodo sin llamar demasiado la atención ante una muchedumbre más atenta a las copas y a las luces de la pista. Se despidió, como siempre hacía, con una educada sonrisa.


Hace solo unos días –justo al tiempo que el turf español alimenta su leyenda negra en los despachos poniendo en peligro su propia existencia- un nieto de la inolvidable Teresa, Madera de Jefe, lograba una victoria preciosa en Toulouse. Me acordé de Carudel (igual que hoy me acuerdo de Cachi Balcones, el Carudel de las vallas) y sentí que parte de la deuda había quedado saldada. La otra parte es cosa nuestra. Solo salvando el turf podremos honrar su memoria.

Carlos Guiñales

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