Cine y carreras de caballos (II)


EL CINE Y LAS CARRERAS DE CABALLOS (II).


En el recorrido a vuela pluma que hice en la primera parte de esta crónica omití ciertas películas que algunos amigos me habéis recordado después. No mencioné, por ejemplo, dos obras maestras como El hombre tranquilo (John Ford, 1952) y My Fair Lady (George Cukor, 1964), principalmente porque su relación con el turf se reduce a una sola secuencia, pero debo reconocer que ambas son memorables, entre otras cosas porque caricaturizan con ingenio dos sociedades tan opuestas como la rural irlandesa del primer tercio del siglo XX y la alta sociedad británica de la misma época.


El Derby de Innisfree, filmado por Ford en la costa salvaje del condado de Galway, la tierra de sus antepasados, es una de las carreras de caballos más divertidas y fascinantes de la historia del cine, a mitad de camino entre la tradición, la comedia y la fábula: los caballos galopan por la playa, remontan dunas y se introducen en el mar; los jockeys tienen el tamaño y el carácter de John Wayne y Victor McLaglen; el pastor protestante, el cura católico y dos miembros del IRA participan en la apuestas que organiza un viejo borrachín que asegura descender de los druidas (sic) y las mujeres solteras cuelgan sus sombreros de un poste como gesto que indica su predisposición al noviazgo con aquel jinete que lo recoja. Ford, en el fondo, imagina una Irlanda anclada en sus raíces y algo utópica: una especie arcadia en la cual, si una pequeña conspiración es necesaria, nada mejor que el Derby de Innisfree para llevarla a cabo.




Las carreras de caballos de Ascot representan otra tradición: frente al tópico carácter pendenciero irlandés, la no menos tópica flema británica, especialmente la de esa alta sociedad londinense de principios del siglo XX a la que aludía. Allí, por cierto, ninguna dama se desprende de su sombrero: cuanto más extravagante parece, más distinguido se considera. La secuencia del hipódromo de My Fair Lady –tan teatral como toda la película, basada no tanto en el Pigmalión de George Bernard Shaw como en el musical de Broadway-  es una divertida parodia de esa elegancia artificial y pasada de moda. En su presentación en sociedad, la protagonista (Audrey Hepburn), descubierta en los barrios bajos de Londres por un profesor de fonética (Rex Harrison) empeñado en hacerle hablar un inglés impecable, hace gala de todo cuanto ha aprendido de su mentor. Sus modales son de un refinamiento exquisito, pero cuando el caballo por el que ha apostado queda rezagado en la recta parece olvidarlo todo y grita con descaro: “Vamos, mueve tu gordo y asqueroso culo”, ante el asombro de las altivas damas de Londres.

Tampoco cité entonces ninguna película española, a pesar de que el hipódromo de La Zarzuela apareció con cierta frecuencia en títulos de los años 50, 60 y 70, más como un escenario donde se encontraba la burguesía de la época que como eje narrativo. Tal es el caso de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), Las chicas de la Cruz Roja (Rafael J. Salvia, 1958) o Los económicamente débiles (Pedro Lazaga, 1960). Es, en cambio, en El secreto de Tomy (Antonio del Amo, 1963), donde el recinto madrileño aparece en todo su esplendor. Un canal de televisión la repuso hace poco y pude comprobar lo mala que era la película, pero silenciando el sonido –salvo que uno sea fan de Joselito- se puede disfrutar de una especie de documental en technicolor que muestra el hipódromo de La Zarzuela tal como era en los años 60: las gradas de Torroja y la pista de hierba lucen igual que ahora, pero la fisonomía del conjunto –paisaje y arquitectura- es muy diferente. Uno de los protagonistas de la historia era, por cierto, un propietario llamado Mendoza, aunque nada tenía que ver con aquel Ramón Mendoza que años después abanderó la década prodigiosa del turf en España.

Los economicamente débiles (Pedro Lazaga, 1962)
Imagen: madridayer.wordpress.com

Entre las omisiones voluntarias, he decidido rescatar para esta segunda entrega Muerde la bala (Richard Brooks, 1972). Entonces la descarté porque aborda una carrera de caballos que excede los límites del turf: se trata de un raid de más de 700 millas a lo largo y ancho del Oeste americano de principios del siglo XX; pero la película es apasionante de principio a fin, con personajes muy bien perfilados y un tono oscuro y melancólico realmente logrado. Como en tantos otros westerns crepusculares de aquellos años, se intuye el final de una época: pronto los desiertos y praderas serán atravesados por largas autopistas y desaparecerá la imagen icónica del centauro. Pocas películas han transmitido con tanta autenticidad el cansancio físico, la sensación de que el sacrificio ha sido inútil al final de una epopeya que, si algo constata, es la nobleza del caballo frente a la avaricia del hombre. Con un argumento similar, pero sustituyendo el Far West por el desierto de Arabia, Joe Johnston rodó en 2004 Océanos de fuego.

Hay películas basadas en hechos reales que merecen formar parte de cualquier antología cinéfila dedicada al turf. Phar Lap (Simon Wincer, 1983), a pesar de que finalmente no he podido verla en una copia decente, es una de ellas. Se basa en la historia real de un purasangre nacido en Nueva Zelanda, ganador de la Melbourne Cup en 1930 y conocido popularmente como Wonder Horse, que murió al parecer en extrañas circunstancias durante un viaje a los Estados Unidos. Cierta y trágica es también la historia de Shergar (Dennis C. Lewinston, 1999), el portentoso caballo del Agha Khan que en 1982 ganó el Derby de Epsom y fue después secuestrado por el IRA, que pidió por él un rescate de 5 millones de libras. Tristemente, nada volvió a saberse jamás del caballo, pero la película especula con su destino, reservándole al purasangre un final muy bello, incierto y poético.

Phar Lap. imagen: wikipedia.org


Punto y aparte merecen las películas infantiles, sobre todo por el efecto que pueden tener en los más pequeños cuando expresan la amistad sin condiciones entre un niño y un caballo, tal vez la más pura que existe. La obra maestra del género es, sin duda, Crin blanca (Albert Lamorisse, 1953) pero hay tantas que sería imposible enumerarlas todas. Entre las que abordan el mundo de las carreras, la más notable tal vez sea Dreamer, persiguiendo un sueño (John Gatins, 2005), basada en la historia real de Mariah’s Storm, una ganadora de la Breeder’s Cup Juvenile que se recuperó de una gravísima lesión, y con Dakota Fanning en el papel de una jovencísima amazona. Una historia de superación personal, muy del gusto norteamericano, presente también en el drama The Derby Stallion (Craig Clyde, 2005).

Dejo para la tercera y última entrega los comentarios sobre Seabiscuit, más allá de la leyenda, Secretariat y Ruffian. La visión de esta última, realizada para la televisión por Yves Simoneau en 2007, ha sido una grata sorpresa que merece un amplio comentario.

Continuará…

Carlos Guiñales







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